EL MAGISTERIO DE JUAN PABLO II SOBRE EL ARTE, LA MÚSICA
SAGRADA Y LA ORACIÓN DE LOS SALMOS
CARTA DE JUAN PABLO II A LOS ARTISTAS
A los que con apasionada entrega buscan nuevas «epifanías» de la belleza para ofrecerlas al
mundo a través de la creación artística. «Dios vio cuanto había hecho, y todo estaba muy
bien» (Gn 1, 31).
El artista, imagen de Dios Creador
1. Nadie mejor que vosotros, artistas, geniales constructores de belleza, puede
intuir algo del "pathos" con el que Dios, en el alba de la creación, contempló la obra
de sus manos. Un eco de aquel sentimiento se ha reflejado infinitas veces en la
mirada con que vosotros, al igual que los artistas de todos los tiempos, atraídos por
el asombro del ancestral poder de los sonidos y de las palabras, de los colores y de
las formas, habéis admirado la obra de vuestra inspiración, descubriendo en ella
como la resonancia de aquel misterio de la creación a la que Dios, único creador de
todas las cosas, ha querido en cierto modo asociaros.
Por esto me ha parecido que no hay palabras más apropiadas que las del Génesis
para comenzar esta carta dirigida a vosotros, a quienes me siento unido por
experiencias que se remontan muy atrás en el tiempo y han marcado de modo
indeleble mi vida. Con este texto quiero situarme en el camino del fecundo diálogo
de la Iglesia con los artistas que en dos mil años de historia no se ha interrumpido
nunca, y que se presenta también rico de perspectivas de futuro en el umbral del
tercer milenio.
En realidad, se trata de un diálogo no solamente motivado por circunstancias
históricas o por razones funcionales, sino basado en la esencia misma tanto de la
experiencia religiosa como de la creación artística. La página inicial de la Biblia nos
presenta a Dios casi como el modelo ejemplar de cada persona que produce una
obra: en el hombre artífice se refleja su imagen de Creador. Esta relación se pone en
evidencia en la lengua polaca, gracias al parecido en el léxico entre las palabras
stwóeca (creador) y twórcam (artífice).
¿Cuál es la diferencia entre «creador» y «artífice»? El que crea da el ser mismo, saca
alguna cosa de la nada — ex nihilo sui et subiecti, se dice en latín — y esto, en
sentido estricto, es el modo de proceder exclusivo del Omnipotente. El artífice, por
el contrario, utiliza algo ya existente, dándole forma y significado. Este modo de
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actuar es propio del hombre en cuanto imagen de Dios. En efecto, después de
haber dicho que Dios creó el hombre y la mujer «a imagen suya»100, la Biblia añade
que les confió la tarea de dominar la tierra101. Fue en el último día de la creación102. En
los días precedentes, como marcando el ritmo de la evolución cósmica, el Señor
había creado el universo. Al final creó al hombre, el fruto más noble de su
proyecto, al cual sometió el mundo visible como un inmenso campo donde
expresar su capacidad creadora.
Así pues, Dios ha llamado al hombre a la existencia, transmitiéndole la tarea de ser
artífice. En la «creación artística» el hombre se revela más que nunca «imagen de
Dios» y lleva a cabo esta tarea ante todo plasmando la estupenda «materia» de la
propia humanidad y, después, ejerciendo un dominio creativo sobre el universo
que le rodea. El Artista divino, con admirable condescendencia, trasmite al artista
humano un destello de su sabiduría trascendente, llamándolo a compartir su
potencia creadora. Obviamente, es una participación que deja intacta la distancia
infinita entre el Creador y la criatura, como señalaba el Cardenal Nicolás de Cusa:
«El arte creador, que el alma tiene la suerte de alojar, no se identifica con aquel arte
por esencia que es Dios, sino que es solamente una comunicación y una
participación del mismo»103.
Por esto el artista, cuanto más consciente es de su «don», tanto más se siente
movido a mirar hacia sí mismo y hacia toda la creación con ojos capaces de
contemplar y de agradecer, elevando a Dios su himno de alabanza. Sólo así puede
comprenderse a fondo a sí mismo, su propia vocación y misión.
La especial vocación del artista
2. No todos están llamados a ser artistas en el sentido específico de la palabra. Sin
embargo, según la expresión del Génesis, a cada hombre se le confía la tarea de ser
artífice de la propia vida; en cierto modo, debe hacer de ella una obra de arte, una
obra maestra.
Es importante entender la distinción, pero también la conexión, entre estas dos
facetas de la actividad humana. La distinción es evidente. En efecto, una cosa es la
disposición por la cual el ser humano es autor de sus propios actos y responsable
de su valor moral, y otra la disposición por la cual es artista y sabe actuar según las
exigencias del arte, acogiendo con fidelidad sus dictámenes específicos104. Por eso
el artista es capaz de producir objetos, pero esto, de por sí, nada dice aún de sus
disposiciones morales. En efecto, en este caso, no se trata de realizarse uno mismo,
100 cf. Gn 1, 27.
101 cf. Gn 1, 28.
102 cf. Gn 1, 28-31.
103 Dialogus de ludo globi, Lib. II: Philosophisch-Theologische Schriften, Viena 1967, III, p. 332.
104 Las virtudes morales, y entre ellas en particular la prudencia, permiten al sujeto obrar en armonía con el criterio
del bien y del mal moral, según la recta ratio agibilium (el justo criterio de la conducta). El arte, al contrario, es
definido por la filosofía como recta ratio factibilium (el justo criterio de las realizaciones).
de formar la propia personalidad, sino solamente de poner en acto las capacidades
operativas, dando forma estética a las ideas concebidas en la mente.
Pero si la distinción es fundamental, no lo es menos la conexión entre estas dos
disposiciones, la moral y la artística. Éstas se condicionan profundamente de modo
recíproco. En efecto, al modelar una obra el artista se expresa a sí mismo hasta el
punto de que su producción es un reflejo singular de su mismo ser, de lo que él es
y de cómo es. Esto se confirma en la historia de la humanidad, pues el artista,
cuando realiza una obra maestra, no sólo da vida a su obra, sino que por medio de
ella, en cierto modo, descubre también su propia personalidad. En el arte
encuentra una dimensión nueva y un canal extraordinario de expresión para su
crecimiento espiritual. Por medio de las obras realizadas, el artista habla y se
comunica con los otros. La historia del arte, por ello, no es sólo historia de las
obras, sino también de los hombres. Las obras de arte hablan de sus autores,
introducen en el conocimiento de su intimidad y revelan la original contribución
que ofrecen a la historia de la cultura.
La vocación artística al servicio de la belleza
3. Escribe un conocido poeta polaco, Cyprian Norwid: «La belleza sirve para
entusiasmar en el trabajo, el trabajo para resurgir»105.
El tema de la belleza es propio de una reflexión sobre el arte. Ya se ha visto cuando
he recordado la mirada complacida de Dios ante la creación. Al notar que lo que
había creado era bueno, Dios vio también que era bello106. La relación entre bueno y
bello suscita sugestivas reflexiones. La belleza es en un cierto sentido la expresión
visible del bien, así como el bien es la condición metafísica de la belleza. Lo habían
comprendido acertadamente los griegos que, uniendo los dos conceptos, acuñaron
una palabra que comprende a ambos: «kalokagathia», es decir «belleza-bondad». A
este respecto escribe Platón: «La potencia del Bien se ha refugiado en la naturaleza
de lo Bello»107.
El modo en que el hombre establece la propia relación con el ser, con la verdad y
con el bien, es viviendo y trabajando. El artista vive una relación peculiar con la
belleza. En un sentido muy real puede decirse que la belleza es la vocación a la que
el Creador le llama con el don del «talento artístico». Y, ciertamente, también éste
es un talento que hay que desarrollar según la lógica de la parábola evangélica de
los talentos108.
Entramos aquí en un punto esencial. Quien percibe en sí mismo esta especie de
destello divino que es la vocación artística — de poeta, escritor, pintor, escultor,
105 Promtehidion: Bogumil vv. 185-186: Pisma wybrane, Varsovia 1968, vol. 2, p. 216.
106 La versión griega de los Setenta expresó adecuadamente este aspecto, traduciendo el término t(o-)b (bueno) del
texto hebreo con kalón (bello).
107 Filebo, 65 A.
108 cf. Mt 25, 14-30.
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arquitecto, músico, actor, etc. — advierte al mismo tiempo la obligación de no
malgastar ese talento, sino de desarrollarlo para ponerlo al servicio del prójimo y
de toda la humanidad.
El artista y el bien común
4. La sociedad, en efecto, tiene necesidad de artistas, del mismo modo que tiene
necesidad de científicos, técnicos, trabajadores, profesionales, así como de testigos
de la fe, maestros, padres y madres, que garanticen el crecimiento de la persona y
el desarrollo de la comunidad por medio de ese arte eminente que es el «arte de
educar». En el amplio panorama cultural de cada nación, los artistas tienen su
propio lugar. Precisamente porque obedecen a su inspiración en la realización de
obras verdaderamente válidas y bellas, no sólo enriquecen el patrimonio cultural
de cada nación y de toda la humanidad, sino que prestan un servicio social
cualificado en beneficio del bien común.
La diferente vocación de cada artista, a la vez que determina el ámbito de su
servicio, indica las tareas que debe asumir, el duro trabajo al que debe someterse y
la responsabilidad que debe afrontar. Un artista consciente de todo ello sabe
también que ha de trabajar sin dejarse llevar por la búsqueda de la gloria banal o la
avidez de una fácil popularidad, y menos aún por la ambición de posibles
ganancias personales. Existe, pues, una ética, o más bien una «espiritualidad» del
servicio artístico que de un modo propio contribuye a la vida y al renacimiento de
un pueblo. Precisamente a esto parece querer aludir Cyprian Norwid cuando
afirma: «La belleza sirve para entusiasmar en el trabajo, el trabajo para resurgir».
El arte ante el misterio del Verbo encarnado
5. La ley del Antiguo Testamento presenta una prohibición explícita de representar
a Dios invisible e inexpresable con la ayuda de una «imagen esculpida o de metal
fundido»109, porque Dios transciende toda representación material: «Yo soy el que
soy»110. Sin embargo, en el misterio de la Encarnación el Hijo de Dios en persona se
ha hecho visible: «Al llegar la plenitud de los tiempos, Dios envió a su Hijo, nacido
de mujer»111. Dios se hizo hombre en Jesucristo, el cual ha pasado a ser así «el punto
de referencia para comprender el enigma de la existencia humana, del mundo
creado y de Dios mismo»112.
Esta manifestación fundamental del «Dios-Misterio» aparece como animación y
desafío para los cristianos, incluso en el plano de la creación artística. De ello se
deriva un desarrollo de la belleza que ha encontrado su savia precisamente en el
misterio de la Encarnación. En efecto, el Hijo de Dios, al hacerse hombre, ha
introducido en la historia de la humanidad toda la riqueza evangélica de la verdad
109 Dt 27, 25.
110 Ex 3, 14.
111 Ga 4, 4.
112 Carta encíclica. Fides et ratio (14 septiembre 1998), 80: AAS 91 (1999), 67.
y del bien, y con ella ha manifestado también una nueva dimensión de la belleza,
de la cual el mensaje evangélico está repleto.
La Sagrada Escritura se ha convertido así en una especie de «inmenso
vocabulario»113 y de «Atlas iconográfico»114 del que se han nutrido la cultura y el arte
cristianos. El mismo Antiguo Testamento, interpretado a la luz del Nuevo, ha
dado lugar a inagotables filones de inspiración. A partir de las narraciones de la
creación, del pecado, del diluvio, del ciclo de los Patriarcas, de los acontecimientos
del éxodo, hasta tantos otros episodios y personajes de la historia de la salvación, el
texto bíblico ha inspirado la imaginación de pintores, poetas, músicos, autores de
teatro y de cine. Una figura como la de Job, por citar sólo un ejemplo, con su
desgarradora y siempre actual problemática del dolor, continúa suscitando el
interés filosófico, literario y artístico. Y ¿qué decir del Nuevo Testamento? Desde la
Navidad al Gólgota, desde la Transfiguración a la Resurrección, desde los milagros
a las enseñanzas de Cristo, llegando hasta los acontecimientos narrados en los
Hechos de los Apóstoles o los descritos por el Apocalipsis en clave escatológica, la
palabra bíblica se ha hecho innumerables veces imagen, música o poesía, evocando
con el lenguaje del arte el misterio del «Verbo hecho carne».
Todo ello constituye un vasto capítulo de fe y belleza en la historia de la cultura,
del que se han beneficiado especialmente los creyentes en su experiencia de
oración y de vida. Para muchos de ellos, en épocas de escasa alfabetización, las
expresiones figurativas de la Biblia representaron incluso una concreta mediación
catequética115. Pero para todos, creyentes o no, las obras inspiradas en la Escritura
son un reflejo del misterio insondable que rodea y está presente en el mundo.
Alianza fecunda entre Evangelio y Arte
6. La auténtica intuición artística va más allá de lo que perciben los sentidos y,
penetrando la realidad, intenta interpretar su misterio escondido. Dicha intuición
brota de lo más íntimo del alma humana, allí donde la aspiración a dar sentido a la
propia vida se ve acompañada por la percepción fugaz de la belleza y de la unidad
misteriosa de las cosas. Todos los artistas tienen en común la experiencia de la
distancia insondable que existe entre la obra de sus manos, por lograda que sea, y
la perfección fulgurante de la belleza percibida en el fervor del momento creativo:
lo que logran expresar en lo que pintan, esculpen o crean es sólo un tenue reflejo
del esplendor que durante unos instantes ha brillado ante los ojos de su espíritu.
El creyente no se maravilla de esto: sabe que por un momento se ha asomado al
abismo de luz que tiene su fuente originaria en Dios. ¿Acaso debe sorprenderse de
que el espíritu quede como abrumado hasta el punto de no poder expresarse sino
la P. Claudel.
114 M. Chagall.
115 San Gregorio Magno formuló magistralmente este principio pedagógico en una carta del 599 al Obispo de
Marsella, Sereno: «La pintura se usa en las iglesias para que los analfabetos, al menos mirando a las paredes,
puedan leer lo que no son capaces de descifrar en los códices», Epistulae, IX, 209: CCL 140 A, 1714.
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con balbuceos? El verdadero artista está dispuesto a reconocer su limitación y
hacer suyas las palabras del apóstol Pablo, según el cual «Dios no habita en
santuarios fabricados por manos humanas», de modo que «no debemos pensar que
la divinidad sea algo semejante al oro, la plata o la piedra, modelados por el arte y
el ingenio humano»116. Si ya la realidad íntima de las cosas está siempre «más allá»
de las capacidades de la penetración humana, ¡cuánto más Dios en la profundidad
de su insondable misterio!
El conocimiento de la fe es de otra naturaleza. Supone un encuentro personal con
Dios en Jesucristo. Este conocimiento, sin embargo, puede también enriquecerse a
través de la intuición artística. Un modelo elocuente de contemplación estética que
se sublima en la fe son, por ejemplo, las obras del Beato Angélico117. A este respecto,
es muy significativa la lauda extática que San Francisco de Asís repite dos veces en
la chartula compuesta después de haber recibido en el monte Verna los estigmas
de Cristo: «¡Tú eres belleza ... Tú eres belleza!»118. San Buenaventura comenta:
«Contemplaba en las cosas bellas al Bellísimo y, siguiendo las huellas impresas en
las criaturas, seguía a todas partes al Amado»119.
116 Hch 17, 24.29.
117 Beato Angélico (Italia, 1400-1455). Pintor italiano de principios del renacimiento que supo combinar la vida de
fraile dominico con la de pintor consumado. Fue llamado Angélico y también Beato por su temática religiosa, la
serenidad de sus obras y porque era un hombre de extraordinaria devoción. Nació en Vicchio, Toscana, y su
verdadero nombre era el de Guido di Pietro. En 1418 ingresó en un convento dominico en Fiesole y alrededor de
1425 se convirtió en fraile de la orden con el nombre de Giovanni da Fiesole. Aunque se desconoce quién fue su
maestro, se cree que comenzó su carrera artística como iluminador de misales y otros libros religiosos. Después
empezó a pintar retablos y tablas. Entre las obras importantes de sus comienzos se cuentan la Madonna de la
estrella (c. 1428-1433, San Marcos, Florencia) y Cristo en la gloria rodeado de santos y de ángeles (National
Gallery, Londres), donde aparecen pintadas más de 250 figuras diferentes. También a ese periodo pertenecen dos
obras tituladas La coronación de la Virgen (San Marcos y Museo del Louvre, París) y El juicio universal (San
Marcos). La madurez de su estilo se aprecia por primera vez en la Madonna dei Linaioli (1433, San Marcos), en
donde pinta una serie de doce ángeles tocando instrumentos musicales. En 1436, los dominicos de Fiesole se
trasladaron al convento de San Marcos de Florencia que acababa de ser reconstruido por Michelozzo. Fray
Angélico, sirviéndose a veces de ayudantes, pintó numerosos frescos en el claustro, la sala capitular y las entradas
a las veinte celdas de los frailes de los corredores superiores. Los más impresionantes son La crucifixión, Cristo
peregrino y La transfiguración. El retablo que hizo para San Marcos (c. 1439) es una de las primeras
representaciones de lo que se conoce como conversación sacra: la Virgen acompañada de ángeles y santos que
parecen compartir un espacio común.
En 1445, Fray Angélico fue llamado a Roma por el papa Eugenio IV para pintar unos frescos en la capilla del
Sacramento del Vaticano, hoy desaparecida. En 1447, pintó los frescos de la catedral de Orvieto junto con su
discípulo Benozzo Gozzoli. Sus últimas obras importantes, los frescos realizados en el Vaticano para decorar la
capilla del papa Nicolás V, representan episodios de las Vidas de san Lorenzo y de san Esteban (1447-1449), y
probablemente hayan sido pintados por ayudantes a partir de diseños del maestro. Desde 1449 hasta 1452, Fra
Angélico fue el prior de su convento de Fiesole. Murió en el convento dominico de Roma el 18 de marzo de 1455.
Fray Angélico combinó la elegancia decorativa del gótico, de Gentile da Fabriano, con el estilo más realista de
otros maestros del renacimiento como el pintor Masaccio y los escultores Ghiberti y Donatello, que trabajaban en
Florencia, y aplicó también las teorías sobre la perspectiva de Leon Battista Alberti. Las expresiones de devoción
en los rostros son muy logradas, así como la utilización del color que consigue dar mayor intensidad emotiva a la
obra. Su maestría en la creación de figuras monumentales, en la representación del movimiento y en la capacidad
para crear planos de profundidad a través de la perspectiva lineal, especialmente en los frescos realizados en
Roma, lo confirman como uno de los pintores más importantes del primer renacimiento. En el Museo del Prado de
Madrid se conserva una de sus obras más representativas: La Anunciación (1430-1432), realizada para el convento
dominico de Fiesde.
118 Alabanzas al Dios altísimo, vv. 7 y 10: Fonti Francescane, n. 261, Padua 1982, p. 177.
119 Legenda maior, IX, 1: Fonti Francescane, n. 1162, l. c., p. 911.
Una sensibilidad semejante se encuentra en la espiritualidad oriental, donde Cristo
es calificado como «el Bellísimo, de belleza superior a todos los mortales»120.
Macario el Grande comenta del siguiente modo la belleza transfigurante y
liberadora del Resucitado: «El alma que ha sido plenamente iluminada por la
belleza indecible de la gloria luminosa del rostro de Cristo, está llena del Espíritu
Santo... es toda ojo, toda luz, toda rostro»121.
Toda forma auténtica de arte es, a su modo, una vía de acceso a la realidad más
profunda del hombre y del mundo. Por ello, constituye un acercamiento muy
válido al horizonte de la fe, donde la vicisitud humana encuentra su interpretación
completa. Este es el motivo por el que la plenitud evangélica de la verdad suscitó
desde el principio el interés de los artistas, particularmente sensibles a todas las
manifestaciones de la íntima belleza de la realidad.
Los principios
7. El arte que el cristianismo encontró en sus comienzos era el fruto maduro del
mundo clásico, manifestaba sus cánones estéticos y, al mismo tiempo, transmitía
sus valores. La fe imponía a los cristianos, tanto en el campo de la vida y del
pensamiento como en el del arte, un discernimiento que no permitía una recepción
automática de este patrimonio. Así, el arte de inspiración cristiana comenzó de
forma silenciosa, estrechamente vinculado a la necesidad de los creyentes de
buscar signos con los que expresar, basándose en la Escritura, los misterios de la fe
y de disponer al mismo tiempo de un «código simbólico», gracias al cual poder
reconocerse e identificarse, especialmente en los tiempos difíciles de persecución.
¿Quién no recuerda aquellos símbolos que fueron también los primeros inicios de
un arte pictórico o plástico? El pez, los panes o el pastor evocaban el misterio,
llegando a ser, casi insensiblemente, los esbozos de un nuevo arte.
Cuando, con el edicto de Constantino, se permitió a los cristianos expresarse con
plena libertad, el arte se convirtió en un cauce privilegiado de manifestación de la
fe. Comenzaron a aparecer majestuosas basílicas, en las que se asumían los cánones
arquitectónicos del antiguo paganismo, plegándolos a su vez a las exigencias del
nuevo culto. ¿Cómo no recordar, al menos, las antiguas Basílicas de San Pedro y de
San Juan de Letrán, construidas por cuenta del mismo Constantino, o ese
esplendor del arte bizantino, la Haghia Sophia de Constantinopla, querida por
Justiniano?
Mientras la arquitectura diseñaba el espacio sagrado, la necesidad de contemplar el
misterio y de proponerlo de forma inmediata a los sencillos suscitó
progresivamente las primeras manifestaciones de la pintura y la escultura. Surgían
al mismo tiempo los rudimentos de un arte de la palabra y del sonido. Y, mientras
Agustín incluía entre los numerosos temas de su producción un De música,
120 Enkomia del Orthós del Santo y Gran Sábado.
121 Homilía, I, 2: PG 34, 451.
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Hilario, Ambrosio, Prudencio, Efrén el Sirio, Gregorio Nacianceno y Paulino de
Nola, por citar sólo algunos nombres, se hacían promotores de una poesía
cristiana, que con frecuencia alcanzaba un alto valor no sólo teológico, sino
también literario. Su programa poético valoraba las formas heredadas de los
clásicos, pero se inspiraba en la savia pura del Evangelio, como sentenciaba con
acierto el santo poeta de Nola: «Nuestro único arte es la fe y Cristo nuestro
canto».122 Por su parte, Gregorio Magno, con la compilación del Antiphonarium,
ponía poco después las bases para el desarrollo orgánico de una música sagrada
tan original que de él ha tomado su nombre. Con sus inspiradas modulaciones el
Canto gregoriano se convertirá con los siglos en la expresión melódica
característica de la fe de la Iglesia en la celebración litúrgica de los sagrados
misterios. Lo «bello» se conjugaba así con lo «verdadero», para que también a
través de las vías del arte los ánimos fueran llevados de lo sensible a lo eterno.
En este itinerario no faltaron momentos difíciles. Precisamente la antigüedad
conoció una áspera controversia sobre la representación del misterio cristiano, que
ha pasado a la historia con el nombre de «lucha iconoclasta». Las imágenes
sagradas, muy difundidas en la devoción del pueblo de Dios, fueron objeto de una
violenta contestación. El Concilio celebrado en Nicea el año 787, que estableció la
licitud de las imágenes y de su culto, fue un acontecimiento histórico no sólo para
la fe, sino también para la cultura misma. El argumento decisivo que invocaron los
Obispos para dirimir la discusión fue el misterio de la Encarnación: si el Hijo de
Dios ha entrado en el mundo de las realidades visibles, tendiendo un puente con
su humanidad entre lo visible y lo invisible, de forma análoga se puede pensar que
una representación del misterio puede ser usada, en la lógica del signo, como
evocación sensible del misterio. El icono no se venera por sí mismo, sino que lleva
al sujeto representado123.
La Edad Media
8. Los siglos posteriores fueron testigos de un gran desarrollo del arte cristiano. En
Oriente continuó floreciendo el arte de los iconos, vinculado a significativos
cánones teológicos y estéticos y apoyado en la convicción de que, en cierto sentido,
el icono es un sacramento. En efecto, de forma análoga a lo que sucede en los
sacramentos, hace presente el misterio de la Encarnación en uno u otro de sus
aspectos. Precisamente por esto la belleza del icono puede ser admirada sobre todo
dentro de un templo con lámparas que arden, produciendo infinitos reflejos de luz
en la penumbra. Escribe al respecto Pavel Florenskij: «El oro, bárbaro, pesado y
fútil a la luz difusa del día, se reaviva a la luz temblorosa de una lámpara o de una
vela, pues resplandece en miríadas de centellas, haciendo presentir otras luces no
terrestres que llenan el espacio celeste»124.
122 «At nobis ars una fides et musica Christus»: Carmen 20, 31: CCL 203, 144.
123 Cf. Carta ap. Duodecimum saeculum, al cumplirse el XII centenario del II Concilio de Nicea (4 diciembre 1987),
8-9: AAS 80 (1988), 247-249.
124 La prospettiva rovesciata ed altri scritti, Roma 1984, p. 63.
En Occidente los puntos de vista de los que parten los artistas son muy diversos,
dependiendo en parte de las convicciones de fondo propias del ambiente cultural
de su tiempo. El patrimonio artístico que se ha ido formando a lo largo de los
siglos cuenta con innumerables obras sagradas de gran inspiración, que provocan
una profunda admiración aún en el observador de hoy. Se aprecia, en primer
lugar, en las grandes construcciones para el culto, donde la funcionalidad se
conjuga siempre con la fantasía, la cual se deja inspirar por el sentido de la belleza
y por la intuición del misterio. De aquí nacen los estilos tan conocidos en la historia
del arte. La fuerza y la sencillez del románico, expresada en las catedrales o en los
monasterios, se va desarrollando gradualmente en la esbeltez y el esplendor del
gótico. En estas formas, no se aprecia únicamente el genio de un artista, sino el
alma de un pueblo. En el juego de luces y sombras, en las formas a veces robustas
y a veces estilizadas, intervienen consideraciones de técnica estructural, pero
también las tensiones características de la experiencia de Dios, misterio
«tremendo» y «fascinante». ¿Cómo sintetizar en pocas palabras, y para las diversas
expresiones del arte, el poder creativo de los largos siglos del medievo cristiano?
Una entera cultura, aunque siempre con las limitaciones propias de todo lo
humano, se impregnó del Evangelio y, cuando el pensamiento teológico producía
la Summa de Santo Tomás, el arte de las iglesias doblegaba la materia a la
adoración del misterio, a la vez que un gran poeta como Dante Alighieri podía
componer «el poema sacro, en el que han dejado su huella el cielo y la tierra»125,
como él mismo llamaba la Divina Comedia.
Humanismo y Renacimiento
9. El fértil ambiente cultural en el que surge el extraordinario florecimiento artístico
del Humanismo y del Renacimiento, tiene repercusiones significativas también en
el modo en que los artistas de este período abordan el tema religioso.
Naturalmente, al menos en aquéllos más importantes, las inspiraciones son tan
variadas como sus estilos. No es mi intención, sin embargo, recordar cosas que
vosotros, artistas, sabéis de sobra. Al escribiros desde este Palacio Apostólico, que
es también como un tesoro de obras maestras acaso único en el mundo, quisiera
más bien hacerme voz de los grandes artistas que prodigaron aquí las riquezas de
su ingenio, impregnado con frecuencia de gran hondura espiritual. Desde aquí
habla Miguel Ángel, que en la Capilla Sixtina, desde la Creación al Juicio
Universal, ha recogido en cierto modo el drama y el misterio del mundo, dando
rostro a Dios Padre, a Cristo juez y al hombre en su fatigoso camino desde los
orígenes hasta el final de la historia. Desde aquí habla el genio delicado y profundo
de Rafael, mostrando en la variedad de sus pinturas, y especialmente en la
«Disputa» del Apartamento de la Signatura, el misterio de la revelación del Dios
Trinitario, que en la Eucaristía se hace compañía del hombre y proyecta luz sobre
las preguntas y las expectativas de la inteligencia humana. Desde aquí, desde la
majestuosa Basílica dedicada al Príncipe de los Apóstoles, desde la columnata que
arranca de sus puertas como dos brazos abiertos para acoger a la humanidad,
125 Paraíso XXV, 1-2.
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siguen hablando aún Bramante, Bernini, Borromini o Maderno, por citar sólo los
más grandes, ofreciendo plásticamente el sentido del misterio que hace de la
Iglesia una comunidad universal, hospitalaria, madre y compañera de viaje de
cada hombre en la búsqueda de Dios.
El arte sagrado ha encontrado en este extraordinario complejo una expresión de
excepcional fuerza, alcanzando niveles de imperecedero valor estético y religioso a
la vez. Sea bajo el impulso del Humanismo y del Renacimiento, sea por influjo de
las sucesivas tendencias de la cultura y de la ciencia, su característica más
destacada es el creciente interés por el hombre, el mundo y la realidad de la
historia. Este interés, por sí mismo, en modo alguno supone un peligro para la fe
cristiana, centrada en el misterio de la Encarnación y, por consiguiente, en la
valoración del hombre por parte de Dios. Lo demuestran precisamente los grandes
artistas apenas mencionados. Baste pensar en el modo en que Miguel Ángel
expresa, en sus pinturas y esculturas, la belleza del cuerpo humano126.
Por lo demás, en el nuevo ambiente de los últimos siglos, donde parece que parte
de la sociedad se ha hecho indiferente a la fe, tampoco el arte religioso ha
interrumpido su camino. La constatación se amplía si, de las artes figurativas,
pasamos a considerar el gran desarrollo que también en este período de tiempo ha
tenido la música sagrada, compuesta para las celebraciones litúrgicas o vinculada
al menos a temas religiosos. Además de tantos artistas que se han dedicado
preferentemente a ella — ¿cómo no recordar a Pier Luigi da Palestrina, a Orlando
di Lasso y Tomás Luis de Victoria? —, es bien sabido que muchos grandes
compositores — desde Händel a Bach, desde Mozart a Schubert, desde Beethoven
a Berlioz, desde Liszt a Ver di — nos han dejado asimismo obras de gran
inspiración en este campo.
Hacia un diálogo renovado
10. Es cierto, sin embargo, que en la edad moderna, junto a este humanismo
cristiano que ha seguido produciendo significativas obras de cultura y arte, se ha
ido también afirmando progresivamente una forma de humanismo caracterizado
por la ausencia de Dios y con frecuencia por la oposición a Él. Este clima ha llevado
a veces a una cierta separación entre el mundo del arte y el de la fe, al menos en el
sentido de un menor interés en muchos artistas por los temas religiosos.
Vosotros sabéis que, a pesar de ello, la Iglesia ha seguido alimentando un gran
aprecio por el valor del arte como tal. En efecto, el arte, incluso más allá de sus
expresiones más típicamente religiosas, cuando es auténtico, tiene una íntima
afinidad con el mundo de la fe, de modo que, hasta en las condiciones de mayor
desapego de la cultura respecto a la Iglesia, precisamente el arte continúa siendo
una especie de puente tendido hacia la experiencia religiosa. En cuanto búsqueda
126 Cf. Homilía durante la Santa Misa al término de los trabajos de restauración de los frescos de Miguel Ángel (8
abril 1994): L'Osservatore Romano, ed. semanal en lengua española, 15 abril 1994, 12.
de la belleza, fruto de una imaginación que va más allá de lo cotidiano, es por su
naturaleza una especie de llamada al Misterio. Incluso cuando escudriña las
profundidades más oscuras del alma o los aspectos más desconcertantes del mal, el
artista se hace de algún modo voz de la expectativa universal de redención.
Se comprende así el especial interés de la Iglesia por el diálogo con el arte y su
deseo de que en nuestro tiempo se realice una nueva alianza con los artistas, como
auspiciaba mi venerado predecesor Pablo VI en su vibrante discurso dirigido a los
artistas durante el singular encuentro en la Capilla Sixtina el 7 de mayo de 1964127.
La Iglesia espera que de esta colaboración surja una renovada «epifanía» de belleza
para nuestro tiempo, así como respuestas adecuadas a las exigencias propias de la
comunidad cristiana.
En el espíritu del Concilio Vaticano II
11. El Concilio Vaticano II ha puesto las bases de una renovada relación entre la
Iglesia y la cultura, que tiene inmediatas repercusiones también en el mundo del
arte. Es una relación que se presenta bajo el signo de la amistad, de la apertura y
del diálogo. En la Constitución pastoral Gaudium et Spes, los Padres conciliares
subrayaron la «gran importancia» de la literatura y las artes en la vida del hombre:
«También la literatura y el arte tienen gran importancia para la vida de la Iglesia,
ya que pretenden estudiar la índole propia del hombre, sus problemas y su
experiencia en el esfuerzo por conocerse mejor y perfeccionarse a sí mismo y al
mundo; se afanan por descubrir su situación en la historia y en el universo, por
iluminar las miserias y los gozos, las necesidades y las capacidades de los hombres,
y por diseñar un mejor destino para el hombre»128.
Sobre esta base, al concluir el Concilio, los Padres dirigieron un saludo y una
llamada a los artistas: «Este mundo en que vivimos — decían — tiene necesidad de
la belleza para no caer en la desesperanza. La belleza, como la verdad, pone alegría
en el corazón de los hombres; es el fruto precioso que resiste a la usura del tiempo,
que une a las generaciones y las hace comunicarse en la admiración»129.
Precisamente en este espíritu de estima profunda por la belleza, la Constitución
Sacrosanctum Concilium sobre la Sagrada Liturgia había recordado la histórica
amistad de la Iglesia con el arte y, hablando más específicamente del arte sacro,
«cumbre» del arte religioso, no dudó en considerar «noble ministerio» a la
actividad de los artistas cuando sus obras son capaces de reflejar de algún modo la
infinita belleza de Dios y de dirigir el pensamiento de los hombres hacia Él130.
También por su aportación «se manifiesta mejor el conocimiento de Dios» y «la
predicación evangélica se hace más transparente a la inteligencia humana»131. A la
luz de esto, no debe sorprender la afirmación del P. Marie Dominique Chenu,
127 Cf. AAS 56 (1964), 438-444.
128 N. 62.
129 Mensaje a los artistas (8 diciembre 1965): AAS 54 (1966), 13.
130 Cf. n. 122.
131 Const. pastoral Gaudium et spes, sobre la Iglesia en el mundo actual, 62.
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según la cual el historiador de la teología haría un trabajo incompleto si no
reservara la debida atención a las realizaciones artísticas, tanto literarias como
plásticas, que a su manera no son «solamente ilustraciones estéticas, sino
verdaderos "lugares" teológicos»132.
La Iglesia tiene necesidad del arte
12. Para transmitir el mensaje que Cristo le ha confiado, la Iglesia tiene necesidad
del arte. En efecto, debe hacer perceptible, más aún, fascinante en lo posible, el
mundo del espíritu, de lo invisible, de Dios. Debe por tanto acuñar en fórmulas
significativas lo que en sí mismo es inefable. Ahora bien, el arte posee esa
capacidad peculiar de reflejar uno u otro aspecto del mensaje, traduciéndolo en
colores, formas o sonidos que ayudan a la intuición de quien contempla o escucha.
Todo esto, sin privar al mensaje mismo de su valor trascendente y de su halo de
misterio.
La Iglesia necesita, en particular, de aquellos que sepan realizar todo esto en el
ámbito literario y figurativo, sirviéndose de las infinitas posibilidades de las
imágenes y de sus connotaciones simbólicas. Cristo mismo ha utilizado
abundantemente las imágenes en su predicación, en plena coherencia con la
decisión de ser Él mismo, en la Encarnación, icono del Dios invisible.
La Iglesia necesita también de los músicos. ¡Cuántas piezas sacras han compuesto a
lo largo de los siglos personas profundamente imbuidas del sentido del misterio!
Innumerables creyentes han alimentado su fe con las melodías surgidas del
corazón de otros creyentes, que han pasado a formar parte de la liturgia o que, al
menos, son de gran ayuda para el decoro de su celebración. En el canto, la fe se
experimenta como exuberancia de alegría, de amor, de confiada espera en la
intervención salvífica de Dios.
La Iglesia tiene necesidad de arquitectos, porque requiere lugares para reunir al
pueblo cristiano y celebrar los misterios de la salvación. Tras las terribles
destrucciones de la última guerra mundial y la expansión de las metrópolis,
muchos arquitectos de la nueva generación se han fraguado teniendo en cuenta las
exigencias del culto cristiano, confirmando así la capacidad de inspiración que el
tema religioso posee, incluso por lo que se refiere a los criterios arquitectónicos de
nuestro tiempo. En efecto, no pocas veces se han construido templos que son, a la
vez, lugares de oración y auténticas obras de arte.
El arte, ¿tiene necesidad de la Iglesia?
13. La Iglesia, pues, tiene necesidad del arte. Pero, ¿se puede decir también que el
arte necesita a la Iglesia? La pregunta puede parecer provocadora. En realidad, si
se entiende de manera apropiada, tiene una motivación legítima y profunda. El
artista busca siempre el sentido recóndito de las cosas y su ansia es conseguir
m La teologia nel XII secolo, Jaca Book, Milán 1992, p. 9.
expresar el mundo de lo inefable. ¿Cómo ignorar, pues, la gran inspiración que le
puede venir de esa especie de patria del alma que es la religión? ¿No es acaso en el
ámbito religioso donde se plantean las más importantes preguntas personales y se
buscan las respuestas existenciales definitivas?
De hecho, los temas religiosos son de los más tratados por los artistas de todas las
épocas. La Iglesia ha recurrido a su capacidad creativa para interpretar el mensaje
evangélico y su aplicación concreta en la vida de la comunidad cristiana. Esta
colaboración ha dado lugar a un mutuo enriquecimiento espiritual. En definitiva,
ha salido beneficiada la comprensión del hombre, de su imagen auténtica, de su
verdad. Se ha puesto de relieve también una peculiar relación entre el arte y la
revelación cristiana. Esto no quiere decir que el genio humano no haya sido
incentivado también por otros contextos religiosos. Baste recordar el arte antiguo,
especialmente griego y romano, o el todavía floreciente de las antiquísimas
civilizaciones del Oriente. Sin embargo, sigue siendo verdad que el cristianismo, en
virtud del dogma central de la Encarnación del Verbo de Dios, ofrece al artista un
horizonte particularmente rico de motivos de inspiración. ¡Cómo se empobrecería
el arte si se abandonara el filón inagotable del Evangelio!
Llamada a los artistas
14. Con esta Carta me dirijo a vosotros, artistas del mundo entero, para
confirmaros mi estima y para contribuir a reanudar una más provechosa
cooperación entre el arte y la Iglesia. La mía es una invitación a redescubrir la
profundidad de la dimensión espiritual y religiosa que ha caracterizado el arte en
todos los tiempos, en sus más nobles formas expresivas. En este sentido os dirijo
una llamada a vosotros, artistas de la palabra escrita y oral, del teatro y de la
música, de las artes plásticas y de las más modernas tecnologías de la
comunicación. Hago una llamada especial a los artistas cristianos. Quiero recordar
a cada uno de vosotros que la alianza establecida desde siempre entre el Evangelio
y el arte, más allá de las exigencias funcionales, implica la invitación a adentrarse
con intuición creativa en el misterio del Dios encarnado y, al mismo tiempo, en el
misterio del hombre.
Todo ser humano es, en cierto sentido, un desconocido para sí mismo. Jesucristo
no solamente revela a Dios, sino que «manifiesta plenamente el hombre al propio
hombre»133. En Cristo, Dios ha reconciliado consigo al mundo. Todos los creyentes
están llamados a dar testimonio de ello; pero os toca a vosotros, hombres y mujeres
que habéis dedicado vuestra vida al arte, decir con la riqueza de vuestra genialidad
que en Cristo el mundo ha sido redimido: redimido el hombre, redimido el cuerpo
humano, redimida la creación entera, de la cual san Pablo ha escrito que espera
ansiosa «la revelación de los hijos de Dios»134. Espera la revelación de los hijos de
Dios también mediante el arte y en el arte. Ésta es vuestra misión. En contacto con
133 CONC. ECUM. VAT. II, Const. past. Gaudium et spes, sobre la Iglesia en el mundo actual, 22.
134 Rm 8, 19.
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las obras de arte, la humanidad de todos los tiempos — también la de hoy —
espera ser iluminada sobre el propio rumbo y el propio destino.
Espíritu creador e inspiración artística
15. En la Iglesia resuena con frecuencia la invocación al Espíritu Santo: Veni,
Creator Spiritus... - «Ven, Espíritu creador, visita las almas de tus fieles y llena de
la divina gracia los corazones que Tú mismo creaste»135.
El Espíritu Santo, «el soplo» (ruah), es Aquél al que se refiere el libro del Génesis:
«La tierra era caos y confusión y oscuridad por encima del abismo, y un viento de
Dios aleteaba por encima de las aguas»136. Hay una gran afinidad entre las palabras
«soplo - espiración» e «inspiración». El Espíritu es el misterioso artista del
universo. En la perspectiva del tercer milenio, quisiera que todos los artistas
reciban abundantemente el don de las inspiraciones creativas, de las que surge
toda auténtica obra de arte.
Queridos artistas, sabéis muy bien que hay muchos estímulos, interiores y
exteriores, que pueden inspirar vuestro talento. No obstante, en toda inspiración
auténtica hay una cierta vibración de aquel «soplo» con el que el Espíritu creador
impregnaba desde el principio la obra de la creación. Presidiendo sobre las
misteriosas leyes que gobiernan el universo, el soplo divino del Espíritu creador se
encuentra con el genio del hombre, impulsando su capacidad creativa. Lo alcanza
con una especie de iluminación interior, que une al mismo tiempo la tendencia al
bien y a lo bello, despertando en él las energías de la mente y del corazón, y
haciéndolo así apto para concebir la idea y darle forma en la obra de arte. Se habla
justamente entonces, si bien de manera análoga, de «momentos de gracia», porque
el ser humano es capaz de tener una cierta experiencia del Absoluto que le
transciende.
La «Belleza» que salva
16. Ya en los umbrales del tercer milenio, deseo a todos vosotros, queridos artistas,
que os lleguen con particular intensidad estas inspiraciones creativas. Que la
belleza que transmitáis a las generaciones del mañana provoque asombro en ellas.
Ante la sacralidad de la vida y del ser humano, ante las maravillas del universo, la
única actitud apropiada es el asombro.
De esto, desde el asombro, podrá surgir aquel entusiasmo del que habla Norwid en
el poema al que me refería al comienzo. Los hombres de hoy y de mañana tienen
necesidad de este entusiasmo para afrontar y superar los desafíos cruciales que se
avistan en el horizonte. Gracias a él la humanidad, después de cada momento de
extravío, podrá ponerse en pie y reanudar su camino. Precisamente en este sentido
se ha dicho, con profunda intuición, que «la belleza salvará al mundo»137.
135 Himno de Vísperas de Pentecostés.
136 Gen 1, 2.
™ F. DOSTOIEVSKI, El Idiota, p. III, cap. V.
La belleza es clave del misterio y llamada a lo trascendente. Es una invitación a
gustar la vida y a soñar el futuro. Por eso la belleza de las cosas creadas no puede
saciar del todo y suscita esa arcana nostalgia de Dios que un enamorado de la
belleza como san Agustín ha sabido interpretar de manera inigualable: «¡Tarde te
amé, belleza tan antigua y tan nueva, tarde te amé!»138.
Os deseo, artistas del mundo, que vuestros múltiples caminos conduzcan a todos
hacia aquel océano infinito de belleza, en el que el asombro se convierte en
admiración, embriaguez, gozo indecible.
Que el misterio de Cristo resucitado, con cuya contemplación exulta en estos días
la Iglesia, os inspire y oriente.
Que os acompañe la Santísima Virgen, la «tota pulchra» que innumerables artistas
han plasmado y que el gran Dante contempla en el fulgor del Paraíso como
«belleza, que alegraba los ojos de todos los otros santos»139.
«Surge del caos el mundo del espíritu». Las palabras que Adam Michiewicz
escribía en un momento de gran prueba para la patria polaca140, me sugieren un
auspicio para vosotros: que vuestro arte contribuya a la consolidación de una
auténtica belleza que, casi como un destello del Espíritu de Dios, transfigure la
materia, abriendo las almas al sentido de lo eterno.
Con mis mejores deseos.
Vaticano, 4 de abril de 1999, Pascua de Resurrección.
JUAN PABLO II PP.
138 «Sero te amavi! Pulchritudo tam antiqua et tam nova, sero te amavi!»: Confesiones, 10, 27, 38: CCL 27, 251.
139 Paraíso, XXXI, 134-135.
140 Oda do mlodosci, v. 69: Wybór poezji, Breslau 1986, vol. I, p. 63.
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